miércoles, 6 de marzo de 2019

Muerto viviente

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Hace ya tiempo que no tengo alma
Tan solo soy un gris cuerpo viviente
Que despierta, come, labora y duerme.
No sufre ni padece, siempre en calma.

Y no es que haya perdido el ánima,
Nadie la ha arrebatado de mi vientre
Ni la llevó el diablo entre los dientes
Simplemente, la di como una alhaja.

Tal vez se me marchara inadvertida,
Envuelta entre poemas de papel
O volando en un beso inocente.

Quizá pereció entre hielo aterida
En un corazón rosa de hiel
O calcinada en aquel beso ardiente.

domingo, 3 de marzo de 2019

Nueve de marzo

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       Es nueve de marzo. Otra vez. Los recuerdos fluyen, mientras otra parte del cerebro trata de asentar en su cuadrícula imaginaria la respuesta a la pregunta “¿qué estabas haciendo tal día como hoy hace tres, seis, ocho, equis… años?”. Recordar es volver a vivir; y cada nueve de marzo tiene muchos momentos intensos para revivir.



         El nueve de marzo de aquel año era viernes. El día jugaba con las nubes y los claros. Me veo caminando por una avenida invadido por una ansiedad desbordante, esperando su llamada para una segunda cita. Un segundo café. En el bolsillo de mi chaquetón palpitaba un sobre con cuatro folios de versos que le iba a entregar aquella tarde. Iba a ser una despedida. Estaba asumido que aquella  hermosa historia que acababa de nacer no iba a poder seguir adelante. Sería la primera de una larga serie de despedidas. Años después, en otro golpe de lucidez, me di cuenta de la repetición de una misma historia, mejor dicho, de un mismo patrón para las historias: cuando era que sí, era un “sí pero no”, sin embargo, cuando era que no, era un “no pero sí”. 

         Al fin llegó la hora del encuentro y poco es lo que recuerdo de lo que hablamos y de lo que callamos. Mi excitación, mi temblor, mis palpitaciones con mi alma desnuda ante sus ojos. Supongo que las palabras eran lo de menos. Un “esto no puede ser, no tiene futuro, hay que dejarlo aquí…”, en fin, supongo que lo que se dicen en estos casos dos amantes cobardes. Sé que al final le entregué el sobre con los versos. Casi se me olvida. Y nos fuimos. No hubo beso, ni abrazo. Mil ojos parecían vigilar nuestro desliz y nos hallábamos paralizados ante las miradas de nuestras culpas.


        A la mañana siguiente, sábado, me hallaba en la cocina de mi casa bañada por el vaivén de la luz áspera de una mañana de nubes y claros. Estaba hablando solo, inventando un discurso imposible para ella, ajeno al resto del mundo y buscando el modo de asumir su pérdida. Soñando que cocinaba para ella. Viviendo inmerso en esa fantasía inundada de luz.

     Días más tarde el sonido del teléfono con su nombre en la pantalla dispararía otra vez todas mis ilusiones, embargados en otra época breve de “sí, pero no”. Y aquella historia pasó por las etapas del vino: un mosto dulce, un caldo embriagador y finalmente, un turbio vinagre.



       Los años siguientes, este nueve de marzo traía el recuerdo de aquellos días, ora con nostalgia, ora con amargura. La misma luz, las mismas nubes, los mismos claros. El mismo río, aunque con distintas aguas.



       Tres años más tarde, aquel nueve de marzo era un martes. Era una mañana luminosa en Santiago, y la actividad del hospital se encontraba centrada en el momento de los desayunos y los repartos de medicación. Su recuperación estaba siendo exitosa e increíble. Resultaba sorprendente pensar que cinco días antes ella hubiera estado con la cabeza abierta en una mesa de quirófano. Había recuperado el brillo de su mirada y sólo un vendaje elástico a modo de turbante quedaba como estigma de la intervención. Sentada en una silla a los pies de la cama, ante el tablero plegable que hacía las veces de mesa, se disponía a desayunar, vestida con un pijama azul y su bata de color blanco roto. Café con leche, galletas, un bollo de pan y un envase con mermelada de fresa, su favorita. 



       Necesitaba un poco de ayuda, por el desvalimiento que le infligía el tener las vías cogidas para administración de suero y medicación urgente si fuera preciso. Mientras ella disolvía el azúcar en su café con leche, yo le ayudaba abriendo a la mitad un bollo de pan para untárselo con la mermelada. Le estaba sonriendo con dulzura, satisfecho por su recuperación, y apenado por todo lo que había pasado en el mes anterior. Dentro de muy poco podríamos regresar a casa, en cuanto llegaran los resultados.



     En ese momento, suena el teléfono en mi bolsillo. Era el compañero que me había quedado de llamarme en cuando se supiera algo. La frase fue lapidara: 

“se confirma lo no bueno” 




      En ese instante, el mundo se disolvió a mi alrededor y el corazón parecía detenerse dentro del pecho a la vez que me empezaban a temblar las manos y sentía un cosquilleo por la piel porque se me estaba poniendo todo el vello de punta. A penas le pude seguir untando la mermelada sobre el pan, atrapado entre el dolor que me causaba aquel golpe y la necesidad de aparentar calma y normalidad delante de ella. Tenía que aguantar el tipo para que no notara, de momento, la llegada de esa funesta noticia. Le di las gracias y colgué mientras trataba de recomponer el gesto y articular una mentira con la que ocultar el contenido de la llamada. No pareció haberse dado cuenta.


       Un verdadero anuncio de muerte del que colgaba el faldón de una futura y definitiva despedida de aquella que había sido mi fiel compañera durante más de 30 años. La vida y la muerte, caras de una misma moneda de nombre desconocido, se nos venían encima. 



        Articulé la excusa de irle a comprar una revista. Bajé por las escaleras envuelto en la amenazante claridad de la luz de primeros de marzo, mientras con las manos temblorosas trataba de llamar a este compañero para ampliar la información sobre lo que me acababa de decir. No había duda: todos los estudios iniciales del tejido extirpado confirmaban la existencia un glioma de alto grado: unos pocos meses de supervivencia por delante siguiendo el duro camino de radio y quimioterapia. Lejos de terminar aquella pesadilla con una exitosa intervención seguida de una excelente recuperación, comenzaba una horrible pesadilla llena de incertidumbres y una horripilante certeza.



         Recuerdo emplear el resto de la mañana en la preparación del modo de darle la mala noticia. La conversación fue al mediodía. Recuerdo su llanto, su desesperación, su “¿entonces, no podré vivir para ver crecer a mis hijos?”. A la vez, aplicar el bálsamo de la esperanza, fundamentada en el éxito de la intervención, de que quizá los tratamientos que iba a recibir podían detener la evolución de la enfermedad. En fin, a esperanzas y argumentos a los que uno se intenta aferrar en semejantes momentos de la vida y que ayudan a seguir adelante. Al fin y al cabo fue la esperanza lo que quedó dentro de la caja de Pandora. 



        Por la tarde, recibió la visita de sus compañeras de trabajo envuelta en la luz amarilla de media tarde que penetraba por las ventanas de la sala de estar, mientras yo paseaba por los alrededores del hospital con otro amigo intentado digerir la noticia, a la vez que él me corroboraba los peores de los presagios. A solas ya, más paseos de pasillo en pasillo haciendo planes e hipótesis de futuro, de un futuro en el que iba a faltar ella. Se habló hasta del funeral. Una llamada para contar a su hermano de lo que había y lo que iba a pasar.


        A última hora de la tarde, tras recorrer por completo aquella quinta planta, terminamos nuestros pasos al fondo de un pasillo, ante una ventana por la que contemplábamos la puesta de sol entre los montes que rodean Santiago. Las lágrimas vinieron a mis ojos por primera vez en muchos años. “Te juro que hoy me cambiaría por ti”. Sentía que hacía tiempo que la vida me sobraba, que era totalmente prescindible, mientras que ella era mucho más necesaria que yo. Y terminé maldiciendo otra vez a aquel dios que me enseñaron a temer y amar en la infancia y con el que llevo tanto tiempo de malas relaciones. La abracé tiernamente mientras ella me arrancaba entre lágrimas la promesa de que jamás abandonaría a nuestros hijos.


        Al día siguiente, envueltos en la luz dura de primera hora de la tarde, nos encontrábamos en la carretera llenos de zozobra y dolor. Preparando el difícil momento del regreso a casa. Me pareció muy extraño el salón de nuestra casa; no parecía el mismo iluminado por esa luz intensa y amarilla de media tarde que se filtraba entre los estores de algodón. Tratando de mantener la compostura ante la alegría de aquellos que ignoraban la mala noticia. Intentar aparentar una normalidad mientras nada era normal. Y momentos de intimidad, ocultos en el cuarto de baño en los que intentaba brindarle apoyo a la vez que trababa de contener su angustia y su terror. Siguieron noches de insomnio, de angustia ante el futuro, de náuseas... Y preguntas para las que no se encuentra respuesta: “¿Por qué yo?, ¿por qué a mí?”


        Murió diecisiete meses después. Ocurrió una noche de agosto mientras dormía profundamente el coma inducido por la medicación que se le administraba desde hacía dos días. Simplemente, dejó de respirar. Y se fue así para siempre.


    Salgo de mis recuerdos como una trucha que aflora a la superficie del agua. No a coger, aire ni a comer una mosca, sino a mirar cara a cara esa luz dura a cuya estela vienen prendidos estos recuerdos. Del primero queda una mancha seca de vinagre. Del segundo una herida que poco a poco va dejando su cicatriz para la posteridad.

        Otro nueve de marzo...